El reto de las elecciones y el voto

El reto de las elecciones y el voto

Pasado ya un mes desde la jornada electoral y su característico ruido mediático, la tensa calma que habitualmente acompaña la conclusión de los comicios nos ha dejado ya un sinfín de profundos análisis sobre la conformación de las cámaras, las renovadas alcaldías y gubernaturas.

Antes que nada, habría que reconocer la labor de los Supervisores y Capacitadores Asistentes Electorales. Son estos servidores públicos quienes cargan con el peso de la elección casi en su totalidad. Desde la notificación y capacitación al ciudadano sorteado mediante la persuasión e incluso el ruego, hasta la intervención directa en el proceso de instalación de casillas, orientación del votante a su respectiva sección, así como la supervisión y agilización del conteo.

La participación del ciudadano en los procesos electorales está siendo cada vez más palpable y se ha ido asimilando con cierta normalidad según pasan los años, pero, eso no quiere decir que la misión esté cumplida ni mucho menos, porque, como cualquier democracia, la nuestra es a todas luces imperfecta, y si lo que buscamos es alcanzar la excelencia o acercarnos a ella nunca se puede dar por sentado que la hemos alcanzado como tal.

Existe aún un evidente abandono de la sociedad mexicana por los espacios que constitucionalmente le corresponden, espacios de poder que, al haberlos cedido, se convierten en campos propicios para la ilegalidad, la criminalidad y el debilitamiento de las instituciones y creo, es ahí donde deberíamos detenernos para repensar nuestros procesos electorales ¿Qué tanto terreno se ha cedido a la delincuencia? ¿Se puede votar y ser votado en libertad cuándo en ciertas regiones todos los aspectos de la contienda están condicionados por las balas?

Lo ocurrido en la pasada jornada del 6 de junio reafirma la condición de ingobernabilidad de algunos territorios del país. Si bien es cierto que, en los grandes centros urbanos (no todos) la ciudadanía, el votante y en general los aspirantes a ocupar un cargo de elección popular actuaron de manera responsable, no se puede mirar hacia otro lado frente a los testimonios que, advierten de una intervención directa en zonas rurales (y otras no tanto como Ciudad Obregón o Tijuana) por parte de las organizaciones delictivas que se disputan territorialmente el país. No, los miembros de estos grupos no se portaron bien, por el contrario, ocuparon a su conveniencia todos esos espacios cedidos por una dividida y pisoteada sociedad civil, así como por un debilitado y omiso Estado, incapaz de hacer frente a sus responsabilidades. 

Tras la borrachera de votos, votantes y posteriores resultados preliminares viene la resaca. Las mesas de análisis, la negociación, la confirmación de contundentes victorias así como de estrepitosas derrotas, impugnaciones y todo aquello que forma parte de la normalidad democrática. Dimes y diretes, reconfiguración de las fuerzas políticas y sus alianzas, etcétera. Son las reglas del juego. Asumimos como ciudadanos la existencia un organismo autónomo facultado para organizar la competición porque a su vez, el organismo lo articula la sociedad en su conjunto. Se asume colectivamente que elegimos a nuestros representantes dentro de un marco legal que permite competir en igualdad de condiciones y garantiza la persecución y sanción del delito electoral.

Aunque pueda que todo esto sea un supuesto y suene un tanto idílico e ingenuo ya que en la práctica existen miles de artimañas que permiten a los actores políticos evadir toda responsabilidad sobre las ilegalidades cometidas por su formación, esos alfileres que sostienen nuestra institucionalidad son los que nos impulsan no solo a participar de la vida político-electoral del país sino que nos brindan la certeza de la existencia de cierta normatividad necesaria para regular la vida pública. Son estos mismos alfileres los que dan la impresión de estar cada vez más desgastados y endebles al punto de haber evidenciado síntomas preocupantes de un Estado que a día de hoy carece de autoridad y salud para garantizar a la sociedad mexicana lo elemental: seguridad e impartición de justicia. El lunes 7 de junio podría haber sido una resaca electoral como cualquier otra de no ser porque habitamos un espacio en el mundo conocido como México.

Entiendo que la labor periodística en una elección obliga a la cobertura de lo expresado por los protagonistas de la jornada y a su vez al análisis sobre las implicaciones inmediatas de lo decidido en las urnas pero, no deja de llamar la atención el cómo hemos normalizado la inclusión del crimen organizado en la fiesta democrática. Normalizar su injerencia es normalizar su derecho a participar al igual que el resto de ciudadanos comprometidos con el progreso del país, como si no fuese su descarada presencia en la contienda un atentado contra la sociedad civil y contra su derecho a elegir en libertad a sus representantes ¿Es esta la normalidad política a la que aspiramos? 

Anteriormente competir en igualdad de condiciones contra un partido de Estado (como ocurrió gran parte del siglo XX) dueño de las piezas y el tablero era más bien una anhelo y, la realización de un proceso electoral en esas circunstancias, una burla para el electorado y las fuerzas políticas de la oposición democrática al régimen.

La respuesta ciudadana a este atropello fue impulsar y consolidar la independencia del árbitro mediante la participación de la gente, un logro que sin duda alguna transformó la manera de hacer política en México. El violento panorama actual plantea retos aún más complejos y de difícil solución en el corto plazo, ahora la competitividad y la credibilidad de una elección se ven amenazadas por actores inesperados.

Organizaciones criminales fuertemente armadas que intervienen directamente en una elección acarreando el voto, amenazando, “levantando” y lamentablemente asesinando a quienes se interponen entre ellos y sus objetivos. Un país que aspire a consolidar procesos democráticos transparentes, que gocen de plena credibilidad, habrá de, en primer lugar, proporcionar a sus habitantes la garantía de una gobernabilidad que dé pie a procesos electorales pulcros, que no se vean condicionados por la violencia que actualmente campa a sus anchas.Partiendo de ahí se pueden discutir las ideas, proyectos de nación o la viabilidad de modelos económicos en los que creamos y por los cuales podamos optar libremente en las urnas.  



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