Igual que siempre
Un día como hoy, no debiera tener nada en particular. Los índices de contaminación se
comportan igual que en cualquier otra fecha, los policías de a pie extorsionan a los
conductores como cada día del año, sin variación. Los legisladores no entienden ni su
nombre, mucho menos el reto técnico de legislar, como siempre, como cualquier día.
Como es común, hay discursos y declaraciones ricas en calificativos y, sobre todo, en
atentados contra el castellano. Como cualquier día, hay tráfico, luces de neón,
prostitutas en la calle, coyotes en plena defraudación.
Como cualquier día, este país sigue su marcha. Como cualquier día, gente vende, gente
paga, gente ayuda a otros, gente se convierte en héroe vecinal. Igual que otro día
común, amanecen muertos en las calles, se incendian fábricas insospechadas,
entrevistan en la radio a gente honrada que devolvió una billetera repleta de dinero,
encontrada en un taxi; salen los delincuentes en libertad, dirigidos hacia la impunidad,
como en cualquier día.
Así, común, corriente, parece el devenir. Hasta que los spots publicitarios alcanzan el
punto deseado muy dentro de mi cerebro, y mi organismo comienza a soltar
sustancias indefinibles que me aflojan, me ablandan; me arrastran con esas imágenes
de modelos a la moda y tal, a la sensibilidad esperada, al espíritu nostálgico de tu
presencia, de tu carmín, de tu tacón alto. Así, común, corriente. Hasta que me siento en
la banca de un parque público, y cierro los párpados con violencia para verte, para
repasar la topografía de tu rostro una vez más. Para recordar esos labios carnosos
cuando articulaban furiosamente mientras de tu boca salía una voz que hasta en la
beligerancia seguía erizándome la piel, seguía dilatando mis pupilas envueltas en la
ensoñación.
Otra vez, con los párpados apretados, sigo, milímetro por milímetro, ese rostro que
tantas veces amaneció junto a mi cabeza en la almohada de algodón; tu rostro tierno,
cálido, delicioso. Tú rostro que tantas veces contemplé antes de que despertaras, en
estado de abstracción total, en absoluto asombro de la naturaleza que lo creó, que lo
hacía expresarse elocuentemente mientras eras mía, mientras tu cuerpo se fundía en
mi piel con ese abandono animal tan femenino que nunca pude acabar de dilucidar.
Y allí, en la banca del parque, traté de constatar que nada era diferente, que todo era
como cualquier día. Sin embargo, ahora fue el olfato el que me traicionó, y por un
instante fugaz, pude percibir el aroma de tu perfume, el olor de tu piel. Y casi pude
palpar también su textura, su humedad, su temperatura siempre superior a la mía,
salvo en la nariz, en los pies y en otras zonas de tu exuberante humanidad.
Y te extrañé, lo confieso, sentí la dimensión real del vacío negro que dibujaste en mi
destino, de la maldita soledad que me empeña en su fomento, en el aislamiento para
mantener a esa amiga –la soledad- que, siempre fiel, está presente, a mi lado, cuando
me hace falta sonreír y verte caminar de un lado a otro de mi habitación, semi
desnuda, bebiendo jugos naturales, furiosa porque un kilo de más o
el manicure arruinado, habían sido capaces de cambiar tu ánimo positivo matinal, en
una sucursal caminante del infierno.
Te extrañé Maribel, maldita sea. Y extrañé también esos domingos de toros en barrera
de segunda fila, extrañé el Davidoff que te recetabas cuando había buen salario,
extrañé también tus manos en mi rostro en gesto de admiración, de entrega.
Te extrañé rabiosamente, en este maldito día en que la gente pasa más tiempo
haciendo romancitos cursis, participando en concursos telefónicos idiotas,
zarandeándose con la inverosímil música de moda, pendientes de la vida de los demás,
embarazándose a los dieciséis, o cambiando los pelos en el pecho por un arcoíris bien
trazado; ocupando el tiempo en puras gilipolleces y banalidades, en vez de buscar una
respuesta, aunque sea en el fondo de una buena copa de tinto o en el insondable
círculo vacío que puede contemplarse al vaciar una copa de tequila.
Te extrañé, Maribel, y con todas mis fuerzas deseé volverte a tocar, volver a tener ese
curioso privilegio de contemplar tus ademanes mientras discutías lo indiscutible con
quien se pusiera enfrente, mientras desplegabas al máximo tu necedad de mujer en
discusiones bizantinas de tardes de café, mientras me enseñabas a amar la radical
fuerza de tu género.
Te extrañé tanto Maribel, que odié con todas mis fuerzas ese rostro que grabé en mis
ojos con elementos topográficos milimétricos, tan poco tuyo, pero tan presente, tan
gráfico, que no se pudo borrar jamás de mis pupilas, ni siquiera cuando cubrieron
definitivamente el cristal tras el que se encontraba, para iniciar su traslado definitivo,
al Panteón Civil, en un día común, corriente, precisamente como hoy.
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Facebook: Alfonso Villalva P.