Y de pronto, supe lo que quería

Desde Torreón, Coahuila, ciudad que forma parte de la Zona metropolitana de La Laguna, Cinthia Ovalle me escribe exponiendo su filosofía de vida, es decir la forma en que ella la concibe y decide vivirla. A semejanza de esta mujer torreonense, hay muchas otras personas que, en su tránsito por la tierra, tienen necesidad “de dejar huella”, pero muy a su estilo, es decir, con originalidad.
Empieza con una pregunta: “¿En qué momento nos perdimos?”, para enseguida abundar en su reflexión como hija, como madre, como mujer, pero sobre todo como ser humano:
“Es raro, pero sólo me he mirado a través del espejo; ese espejo que últimamente siento que me miente, que me hace creer que estoy bien, y me consuela sin emitir palabras. ¿Cómo creerle?
“Y cuando me pregunto –continúa Cinthia reflexiva– ¿cómo estoy?, quizás no necesite asentir con la cabeza; quizás ni deba recopilar los restos, ni las dudas que en mi mente enredadas están. Quizás lo único que tengo que decir es: ‘Sí, estoy bien’, sin dar tantas explicaciones”.
Profundiza a partir de ese momento en el tema de la complicidad, pero no de la complicidad nociva o de los delitos que refuerza el mal, sino en la de los sentimientos, que es parte inevitable de todos los seres humanos:
“Y te vuelves cómplice de tus tristezas, cómplice de la invasión que casi no te deja dormir, ni respirar, ni seguir; y entonces te escondes tras una sonrisa no auténtica y falsa. Y te das cuenta de que esa voz en tu cabeza es la que rige tu vida, esa vida que no era tan tuya”, recapacita.
Rememora a partir de ese momento diálogos familiares que vienen a su mente, especialmente con sus progenitores: “si te comportas así nadie te tomara en serio”, me decía mi mamá, mientras que a mi papá le he oído decir en más de una ocasión: “si no eres la número uno, no vales en la vida; que las niñas buenas se portan bien, y que de amor no se vive”.
De tanto oír expresiones en ese sentido, Cinthia terminó por aceptar lo que los demás le decían una y otra vez, y empezó a experimentar una especie de despojo no violento de su forma de ser, de su personalidad.
“Y me la creí tanto –prosigue absorta– que no sólo escuchaba a mis padres, sino que dejé de escuchar mi voz, dejé de ser yo, por ser lo que los demás querían y esperaban; dejé de perseguir mis sueños, y mis ojos dejaron de tener brillo propio.
“Hasta que un buen día me cansé, y decidí vivir mi vida sin ceñirme a otras voces, sino sólo a la de mi conciencia.
“Fue entonces que aprendí que no es obligado estar feliz todo el tiempo, sino que también es bueno estar triste a ratos, y que esto no tiene nada de malo. Que si pienso también en mí no es egoísmo, y que querer estar sola no te convierte en una mala persona.
“Que no tener a un hombre en mi vida no me ubica en la categoría de fracasada, y que ser mujer no es malo, sino lo mejor que me pudo haber pasado.
“Que no tengo que ir siempre hacia adelante, pues en la vida a veces hay que dar pasos hacia atrás, y está bien.
“Que mirarte mucho en el espejo no es vanidad, tampoco un afán excesivo de ser admirada, sino intentar recuperar la confianza que perdiste.
“Que ser madre no significa que todo gire en torno a tus hijos; que tener tu espacio no te hace mala madre ni ser egoísta; simplemente estás perdida en el espacio de no saber quién eres en realidad.
“Que hay que seguir los sueños, tus propios sueños, y que nadie puede arrebatarte el derecho a luchar por ellos.
“Y te das cuenta de que, en el transcurso de la vida, de tu propia vida, te perdiste; y te perdiste tanto que no sabes quién eres, qué quieres o qué debes sentir.
“Y, de pronto, todo había avanzado: mi vida, mi tiempo, mi todo.
“Atrapada, perdida, sin sentido y sin poder fingir que nada duele ni dolía.
“Y caí en un vacío, me perdí en mi propio vicio, me sumergí en el tiempo, pero me reubiqué. ¿Cómo? “No lo sé, pero lo hice o, bueno, lo estoy intentando.
“Y miré mis heridas, mi sonrisa; miré mi vida, y miré que soy yo, que soy yo la dueña de mi destino.
“Que, aunque parezca un desastre, soy mi desastre, y que poco a poco, yo misma, voy curando y sanando mis heridas del pasado, y de pronto supe lo que quería, y lo que valía... Y todo comenzó a tener sentido. ¿Y tú, ya te encontraste?”, pregunta Cinthia al concluir su reflexión que me pidió compartir.
Empieza con una pregunta: “¿En qué momento nos perdimos?”, para enseguida abundar en su reflexión como hija, como madre, como mujer, pero sobre todo como ser humano:
“Es raro, pero sólo me he mirado a través del espejo; ese espejo que últimamente siento que me miente, que me hace creer que estoy bien, y me consuela sin emitir palabras. ¿Cómo creerle?
“Y cuando me pregunto –continúa Cinthia reflexiva– ¿cómo estoy?, quizás no necesite asentir con la cabeza; quizás ni deba recopilar los restos, ni las dudas que en mi mente enredadas están. Quizás lo único que tengo que decir es: ‘Sí, estoy bien’, sin dar tantas explicaciones”.
Profundiza a partir de ese momento en el tema de la complicidad, pero no de la complicidad nociva o de los delitos que refuerza el mal, sino en la de los sentimientos, que es parte inevitable de todos los seres humanos:
“Y te vuelves cómplice de tus tristezas, cómplice de la invasión que casi no te deja dormir, ni respirar, ni seguir; y entonces te escondes tras una sonrisa no auténtica y falsa. Y te das cuenta de que esa voz en tu cabeza es la que rige tu vida, esa vida que no era tan tuya”, recapacita.
Rememora a partir de ese momento diálogos familiares que vienen a su mente, especialmente con sus progenitores: “si te comportas así nadie te tomara en serio”, me decía mi mamá, mientras que a mi papá le he oído decir en más de una ocasión: “si no eres la número uno, no vales en la vida; que las niñas buenas se portan bien, y que de amor no se vive”.
De tanto oír expresiones en ese sentido, Cinthia terminó por aceptar lo que los demás le decían una y otra vez, y empezó a experimentar una especie de despojo no violento de su forma de ser, de su personalidad.
“Y me la creí tanto –prosigue absorta– que no sólo escuchaba a mis padres, sino que dejé de escuchar mi voz, dejé de ser yo, por ser lo que los demás querían y esperaban; dejé de perseguir mis sueños, y mis ojos dejaron de tener brillo propio.
“Hasta que un buen día me cansé, y decidí vivir mi vida sin ceñirme a otras voces, sino sólo a la de mi conciencia.
“Fue entonces que aprendí que no es obligado estar feliz todo el tiempo, sino que también es bueno estar triste a ratos, y que esto no tiene nada de malo. Que si pienso también en mí no es egoísmo, y que querer estar sola no te convierte en una mala persona.
“Que no tener a un hombre en mi vida no me ubica en la categoría de fracasada, y que ser mujer no es malo, sino lo mejor que me pudo haber pasado.
“Que no tengo que ir siempre hacia adelante, pues en la vida a veces hay que dar pasos hacia atrás, y está bien.
“Que mirarte mucho en el espejo no es vanidad, tampoco un afán excesivo de ser admirada, sino intentar recuperar la confianza que perdiste.
“Que ser madre no significa que todo gire en torno a tus hijos; que tener tu espacio no te hace mala madre ni ser egoísta; simplemente estás perdida en el espacio de no saber quién eres en realidad.
“Que hay que seguir los sueños, tus propios sueños, y que nadie puede arrebatarte el derecho a luchar por ellos.
“Y te das cuenta de que, en el transcurso de la vida, de tu propia vida, te perdiste; y te perdiste tanto que no sabes quién eres, qué quieres o qué debes sentir.
“Y, de pronto, todo había avanzado: mi vida, mi tiempo, mi todo.
“Atrapada, perdida, sin sentido y sin poder fingir que nada duele ni dolía.
“Y caí en un vacío, me perdí en mi propio vicio, me sumergí en el tiempo, pero me reubiqué. ¿Cómo? “No lo sé, pero lo hice o, bueno, lo estoy intentando.
“Y miré mis heridas, mi sonrisa; miré mi vida, y miré que soy yo, que soy yo la dueña de mi destino.
“Que, aunque parezca un desastre, soy mi desastre, y que poco a poco, yo misma, voy curando y sanando mis heridas del pasado, y de pronto supe lo que quería, y lo que valía... Y todo comenzó a tener sentido. ¿Y tú, ya te encontraste?”, pregunta Cinthia al concluir su reflexión que me pidió compartir.
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