LA LUNA
¿Mamá, cuánto tiempo se hace de aquí a la luna? Mucho. Esa era la palabra que
por única respuesta invariablemente recibía de mi madre, -cuando me respondía-
que no era siempre. A veces ni siquiera esa palabra pronunciaba, simplemente mi
pregunta quedaba como flotando y entonces yo veía transformarse los sonidos de
mis palabras en figuras que tomaban formas extrañas en el aire, difusas,
ondulantes, circulares, mezclándose con las volutas de ese tabaco rubio que ella
sin ningún temor, fumaba desde la mañana.
Parada frente a la ventana de la cocina que daba al patio trasero de la casa, mi
madre fumaba un cigarro tras otro, la ventana no se abría y el humo se quedaba
pegado a las paredes de la casa, a las ollas, a las cortinas, a los sartenes, a todo
se pegaba el humo denso y de olor fuerte sin que a ella pareciera importarle. Su
mirada se perdía a lo lejos en ese patio pequeño y feo y yo no sabía a dónde iba
esa mirada porque en el patio trasero de la casa no había mucho que mirar, salvo
los cachivaches que se van acumulando con el paso del tiempo: una bicicleta
descompuesta, botes de pintura ya seca y guardados allí desde la última vez que
se pintó la casa, cuando vivía el abuelo todavía, una pala con el mango roto,
botellas de leche y algunas macetas con tierra seca y endurecida en donde alguna
vez habría algunas flores, y los hilos flojos y colgantes del tendedero.
¿Mamá, cuánto tiempo se hace de aquí a la luna? Yo hubiera querido que ella
volteara y me mirara y me dijera lo único que a veces me decía -Mucho- pero que
me mirara y en el colmo de la felicidad que pudiera sonreír un poco, alguna
sonrisa de ésas que algunas veces iluminaron su rostro tan triste. Mi madre sólo
miraba a través de la ventana con esa mirada vacía, esa mirada perdida, como
perdida estaba mi madre desde que tengo memoria. Algunas veces el cigarro se
quedaba largo tiempo en su mano sin que ella pareciera percatarse, la ceniza caía
al suelo y cuando estaba a punto de apagarse, inhalaba fuerte, la última
aspiración y aplastaba la colilla en el linóleo desgastado de la cocina.
Yo imaginaba historias, todas en relación a mi madre, todas con un final feliz y
venturoso. Las elaboraba en silencio, sin que ella supiera y luego las guardaba
celosamente, pensando que un día ella iba a voltear a verme y cuando sonriera,
yo entonces le contaría una a una, las hermosas aventuras en donde ella era la
protagonista. Eso no sucedió nunca, me quedé con las historias, ahora escribo
algunas que recuerdo, pero otras, las que creí que olvidé para siempre, se me
quedaron en algún lugar guardadas porque de pronto me vienen pedacitos de
ellas y entonces me doy cuenta que todas eran tristes, muy tristes, como la
pregunta de siempre, que sólo tenía una única palabra de respuesta. ¿Mami,
cuánto tiempo se hace de aquí a la luna?
Muchos años después de haberme ido, cuando regresé a la casa que apenas se
sostenía por los estragos que el tiempo le había causado, cuando mi madre ya
había muerto, me paré varias veces frente a la ventana de la cocina y perdí mi
mirada en el viejo patio ahora limpio y prolijo, adornado con una hermosa
enredadera que cubría la pared del fondo y una mesa con toldo y dos sillitas,
entonces traté de encontrar el destino de aquella mirada de mi madre.
El patio era el mismo. Siempre supe que era un patio pequeño pero ahora se veía
casi diminuto. No había rastros de nada de lo de aquel tiempo. Me paré
exactamente en la ventana y miré hacia la pared donde ahora estaba la
enredadera. Quise colocar en el mismo punto mi mirada, en el mismo punto donde
siempre estaba la mirada de mi madre para saber en dónde se perdía. Ahora
menos podía saberlo y una punzada dolorosa se me instaló en el corazón. Ya ella
no estaba y se me habían quedado todas las preguntas sin respuestas, sólo me
quedó aquella única palabra que mi madre me decía, las pocas veces que aunque
no me miró tuve la fortuna de que me respondiera.
¿Mamá, cuánto tiempo se hace de aquí a la luna?