Por una felicidad verificable
Al final del túnel estará el futuro. Tenemos la oportunidad
inesperada de diseñar y construir desde ahora el orden
nacional y el mundial en la parte que nos corresponde. La
“nueva normalidad” es una expresión retardataria que carece
de alas. Supone olvidar la tragedia y reciclar el pasado. La
realidad heredada ha quedado crudamente expuesta hasta su
profunda entraña, como en una tomografía. Debemos abolir
ahora las ambigüedades políticas y los cálculos mezquinos. Es
tiempo de creatividad y prospectiva, que no de rumiar
rencores y cobrar agravios. Lo que polariza, paraliza.
Mi generación va de salida. Ya sólo nos rigen la
responsabilidad y el desinterés. Hemos sido maestros, pero
no preceptores incomodos. Fundamos una corriente
progresista cuya fuerza democratizadora conmovió y cambio
al país. Tras una penosa marcha de cuarenta años ancló sus
ideales en un gobierno mayoritario y popular. Las izquierdas
agrupadas levantamos barreras de contención contra el
asedio de las doctrinas neoliberales que recorrían el planeta.
Las combatimos a golpe de ideas, debates, concentraciones
sociales y programas puntuales de transformación. Buscamos
afanosamente una inserción digna e inteligente de México en
la globalidad.
Colocamos día con día los ladrillos para edificar una Nueva
República, proyecto que de modo consistente defendió en dos
campañas electorales nuestro candidato López Obrador.
Eminentes juristas avalaron una revisión integral de nuestra
Carta Magna, que respetara sus “principios rectores” y no
implicara la convocatoria a un Congreso Constituyente.
El Ejecutivo de la Unión ha promovido destacadas reformas
constitucionales y legales sobre Administración Pública
Federal, Educación, Programas Sociales, Guardia Nacional,
Seguridad Ciudadana, Corrupción, Austeridad, Revocación de
Mandato y otras de diverso calibre.
En ejercicio de mi derecho inalienable como diputado para
presentar proyectos al pleno y como incasable promotor de la
Reforma del Estado, he introducido iniciativas elaboradas en
el curso de nuestras luchas; tales como la nueva Ley del
Congreso, igualdad sustantiva, federalismo y municipalismo,
salarios mínimos, régimen de bienestar, refugio, migración,
defensa de los mexicanos en el extranjero y Política Exterior
de Estado. Todas ellas bloqueadas por el grupo mayoritario al
que pertenezco, bajo el pretexto soterrado, pero evidente, de
que carecen de “línea” incluso para discutirlas. Esto explica mi
aireada reacción cuando les dije “hipócritas y lambiscones”.
Antes había sentenciado que “Morena se sale de mi corazón”.
Me apena la torpe conseja de que he transitado a la
oposición. ¿A qué o a quién? Pregunto. Desde luego a los
serviles que alimentan, por un hueso atávico, el retorno del
poder hegemónico –sin contrapesos ni obligaciones exigibles-
como el que habíamos desterrado. Me alienta como siempre
el imperativo de la congruencia política y el mandato
inequívoco del que somos depositarios. También mi afecto
personal y lealtad consciente por Andrés Manuel. Incansables
cruzados por la igualdad y la libertad, ambos sabemos que
dichos principios son universales y recíprocos entre las
personas.
A los adultos mayores nos obsede el impulso de aportar tanto
como la restricción de no estorbar. En ese espíritu laboramos
intensamente innumerables y probados compañeros:
humanistas, científicos, economistas e intelectuales de
distintas especialidades. Pertenecemos ciertamente a una
elite, pero no somos “fifís” –aunque podamos tener gustos
mundanos y aficiones artísticas irrevocables–. Somos fruto,
como nuestros padres, de la expansión educativa y la
movilidad social escrituradas por la obra revolucionaria del
General Cárdenas, desgraciadamente cancelada.
En la ausencia de “verdades objetivas”, la arenga política se
deslava por la erosión de las ideas abstractas. El concepto de
“felicidad” como sustento de una obra de gobierno sólo se
afinca en la creencia mágica de un líder todo poderoso. Un
somero análisis del concepto nos remonta a la antigua Grecia
cuyos pensadores oscilaron entre la “voluntad triunfante de
regular las pasiones”, en los estoicos, y un “sistema de
placeres” concebido por Aristipo. Para Aristóteles era el
“ejercicio de la virtud”; para otros un estado de satisfacción
consigo mismo, con los demás y con un futuro previsible,
incluyendo el más allá cuya explicación era ineludiblemente
religioso y equivalente a la beatitud.
El humanismo introdujo la idea de la “voluptuosidad”, los
empiristas la calificaron como “el más grande placer del que
seamos capaces” y Kant la ubicó como “el reino de la gracia”
que es imposible ya que las necesidades del hombre “nos se
detienen nunca en la quietud de la satisfacción”. Para los
románticos la felicidad florecía en el dolor, para los
masoquistas en la autodestrucción y para los nazis en la
supremacía racial. El “análisis del ser del mexicano” condujo a
una multiculturalidad inextricable cuyo común denominador
es la zozobra o inestabilidad existencial. La felicidad es todo o
es nada.
Para la Cepal la felicidad de las personas no debe ser un
instrumento “hegemónico de medición”, ya que está
“altamente influenciada por la cosmovisión de cada país y de
sus componentes”. Los estados deben seguir índices
verificables de desarrollo humano, también llamado desarrollo
social. Empirismo contra oscurantismo. El artículo 3 de
nuestra Constitución determina que la educación se basará
“en los resultados del progreso científico y luchará contra la
ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y
los prejuicios”. Como nunca la humanidad ha descubierto la
conjunción inseparable entre la ciencia y la consciencia. La
genuina austeridad deriva asimismo de una conducta
“exigente, sobria y racional”; acorde a un moral republicana,
pero no mojigata, basada en resultados que no en empeños
indemostrables.