¿Quién empezó?
En todo pleito, siempre hay alguien que inicia, ya sea mediante una provocación o con una acción directa. Una contienda no se explica sin la irrupción de alguno en la esfera de otro, sea su espacio vital, su honor o su integridad física.
Los conflictos tienen muchas caras. Algunos se quedan en simples bravuconadas, como las cotidianas y tradicionales confrontaciones de tránsito. Otros se expresan a través de ataques escritos o distribuidos en medios de comunicación para desprestigiar al enemigo. Unos más se tramitan en los tribunales. Los más graves se ventilan en forma directa, mediante agresión violenta y muchas veces trágica.
Hay una ley natural, aunque no escrita y mucho menos promulgada formalmente. Cuando alguien invade la esfera de otro, en cierto modo lo legitima para contestar, ya sea en el mismo tono o en una ampliación. Es como el apostador que cubre la postura del contrincante y aumenta el fondo, de tal manera que la importancia del conflicto se escala.
Lo mismo pasa en otras batallas. Todo mundo sabe cómo empiezan, pero jamás cómo terminan.
En las contiendas políticas, ya sea en su fase electoral de campaña o ante un gobierno constituido, es común que los ataques menudeen, contra la persona, contra sus ideas, sus métodos, sus programas. Es natural; la esencia de la lucha política es acceder al poder y esto se obtiene mostrando lo positivo del que propone, pero también disminuyendo al enemigo.
Cuando un gobierno está en funciones, es importante que intente moderar las diferencias de todas las tendencias para obtener lo que se llama gobernabilidad. Los sistemas modernos de decisión política han diseñado controles para apreciar las posturas de las minorías en forma tal que se reconozca su relativa posición y la importancia de sus planteamientos. La democracia expresada seca y duramente en que prevalezca de manera absoluta la postura de la mayoría tiende a un régimen casi dictatorial o cuando menos autoritario.
Durante muchos años vivimos en un país con un partido hegemónico. Fue una forma de vida. La lucha política se desarrollaba al interior del partido. La oposición insignificante no contaba. La operación perseverante, disciplinada y afortunada, o la ausencia de estas cualidades, determinó el avance o estancamiento de muchas carreras. ¿Cuántas ilusiones y proyectos de personas altamente capacitadas no se quedaron en el camino en aquella época?
El partido hegemónico de aquellos tiempos fue heredero de un movimiento social armado. El de ahora, es producto de un proceso electoral, más o menos auténtico. El resultado de fuerzas resulta el mismo. Una mayoría apabullante que puede conducir, casi de manera omnímoda, cuando menos dos de los tres poderes.
La oposición, aunque fragmentada, no se cansa de argumentar a través de los evolucionados medios de difusión con los que se cuenta actualmente, que el presidente está contribuyendo a la polarización del país, lanzando en sus conferencias mañaneras, epítetos contra los que considera sus adversarios políticos y oponentes ideológicos.
Es posible que ese estilo no abone a la estabilidad, pero también los opositores deben hacer examen de conciencia y aceptar que, desde hace muchos años, han venido vociferando que este señor es un loco, un peligro para México, que nos llevará a la ruina.
El señor tiene sentimientos, no es una máquina. ¿Cómo esperan que reaccione? ¿Quién empezó?
Ya se cumplieron dos años de gobierno. Ya se desahogaron todos. Ya dijeron y replicaron.
Bueno sería que después de la pandemia, cuyo primer frente de defensa, por cierto, es atacado sistemáticamente también de manera masiva, se hiciera un esfuerzo serio, maduro, ciudadano, de conciliar posturas de los neoliberales con la 4T. Todo es posible. ¿Quién empieza?